Crónica del Parque de la Memoria

 Espacios y Personas: Memorias de un Parque


Desde la entrada, veo a un hombre mirando cómo un grupo de chicos camina en dirección al Monumento del Escape. Está vestido de negro, y tiene en su cuello un pañuelo acuadrille negro y blanco, de esos que estuvieron de moda por el 2010. Mientras mira, saborea un chupetín de sabor a naranja que le da un aire de juventud; todos se van y él se queda sólo con su chupetín. Cuando nos ve, el profesor tarda en reconocernos (o diría, más bien, tarda en entender que nos conoce, y que este encuentro se trata de una confirmación de esa realidad ya conocida). Pero está desconcertado: él señala que es por los barbijos, pero en sus ojos se ve algo más, como si la identificación entre dos imágenes estuviese peleando en su cabeza: una digital, en su memoria, y otra real, en este presente. Detrás de él, se pueden ver una nube de veleros deslizándose por el Río de la Plata. Mis ojos se enfocan y se desenfocan en esa imagen, van de los veleros al rostro del profesor, y viceversa.

Mientras nos alejamos, escucho que las chicas debaten sobre lo que veían versus lo que se imaginaban: el profesor es más alto, su cara se ve más cansada, y parece mucho más joven de lo que se veía en la computadora. La pantalla de Zoom nos muestra solamente una parte de la realidad, ignora las proporciones de la corporalidad.


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Empezamos a caminar hacia nuestra izquierda. Pilar y Julieta se adelantan; caminan a un mismo ritmo pero con distintos propósitos. Julieta camina hacia la izquierda y Pilar hacia la derecha. En pocos minutos, Julieta es la documentadora oficial de esta salida, saca fotos desde todos los ángulos a cada monumento. Ahora está con El Monumento al Escape, una estructura de tres figuras geométricas que aluden a los centros clandestinos de la última dictadura argentina. Dice en la placa del monumento que el artista procuraba proyectar libertad, a diferencia del encierro y prohibición de los centros. Julieta está enfocada en la foto: quiere capturar la imagen del parque en esos cuatro bordes limitantes a los que nos hemos acostumbrado, quiere poder apoyar nuestra experiencia frente al monumento en la cámara del celular, un dispositivo al que nos acostumbramos tanto que ya no vemos con nuestros ojos, vemos con su lente. Pero los aviones pasan muy rápido y ella no logra retratarlos, y de repente baja el celular, lo guarda en el bolsillo, y se rinde ante la inmensidad del lugar en el que nos encontramos. Se deja llevar por sus alrededores, y sus ojos comienzan a ver los monumentos más que su pantalla. Capaz, en ese segundo, la obra de Dennis Oppenheim se termina de finalizar, como así lo requiere su arte conceptual. Su espectador ya dejó de ser un sujeto pasivo, y se transformó en esa pieza que necesita para que la interacción cobre vida y valor.



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Una chica nos saluda desde la Plaza Seca, miro a mis amigas en busca de respuestas y Pilar dice: “Creo que es Clara”. Sus labios rojos capturan la mirada de cualquier visitante, dando color al día nublado que nos rodea. Combinan con su mochila, roja y apoyada en su espalda, pero ella está vestida de negro. Nos pregunta cómo llegamos y qué hacemos, y le contamos un poco de nuestra caminata; le decimos que decidimos caminar desde La Rural hasta acá, que compramos unos sanguchitos en el camino, que atravesamos los Bosques de Palermo y llegamos tarde porque el recorrido tardó más de dos horas. Clara se ríe, nos muestra sus dientes blancos y sugiere que debemos estar sudando. Nos ponemos a caminar rumbo al muelle uno, y repite esa palabra de nuevo. Sudando. Me pregunto de dónde habrá sacado esa palabra, tan poco común en el castellano rioplatense.

Ella es quien nos introduce a Nawel y Nicolás. Nos conocemos a través de preguntas banales: ¿De dónde son? ¿Alguna vez fueron a la facultad? ¿Tienen ganas de arrancar? ¿Dónde cursaron el CBC? Entre todos, caminamos hacia el Monumento a las Víctimas del Terrorismo del Estado, donde están escritos en treinta mil placas los nombres y edades de las personas detenidas, desaparecidas y/o asesinadas durante los años de la dictadura. Las chicas se acercan a un par de placas, ven mujeres embarazadas y chicas de dieciséis años, y se preguntan si las flores enganchadas en algunos de los nombres son de verdad, o si son falsas.



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Aunque todos nos dirigimos hacia los bordes del parque, donde los veleros están cerca y el ruido del río se escucha más fuerte, Pilar y yo nos quedamos un poco atrás. Se queda mirando cómo unos nenes juegan a la pelota, dice que le parece raro que tantas familias vengan a pasar la tarde. Pienso que capaz son las ambigüedades de estos lugares. Los demás se siguen alejando, y la distancia se mide en carteles viales que muestran los hitos más importantes que ocurrieron durante el terrorismo de estado hasta nuestros días. Fueron hechos por el Grupo de Arte Callejero, y están distribuidos en cincuenta y cuatro postas a lo largo de la costanera. Sin darnos cuenta, Pilar y yo nos quedamos en frente de una de las señales, y la observamos como si nuestros cuerpos se hubiesen trasladado a ese momento. Fue tal la reacción que sentimos que cuando volvimos la mirada hacia los niños jugando a la pelota a nuestra izquierda, notamos esa conexión oculta, entre fútbol y muerte, que se vivenció en el año ́ 78, y perdura en este parque.


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Cuando nos estamos por ir, después de que todas las comisiones se junten para escuchar un discurso de los organizadores, nos dirigimos con mi grupo a unos escalones. Queremos sortear un libro que nos acaba de regalar el profesor, así que escribimos nuestros nombres en papelitos y dejamos que el azar elija por nosotros. Clara saca uno de ellos y dice “Mar”. Agarro el libro, ahora mío, y lo guardo en mi mochila, un recuerdo nuevo de un parque que ya conocía.


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